Nuevos nombres para viejos problemas
Nos gusta ponerle nombres nuevos a viejos problemas. Dicho de otra forma, la internet, o la conexión con lo digital al menos, nos fuerza a re-descubrir y redefinir viejas tensiones. Por ejemplo, a propósito de la discusión actual sobre moderación de contenidos muchos se asombran por la concentración del mercado publicitario online. Facebook y Google concentran dicho mercado por amplio margen. Pero dado que se trata de plataformas (o como sea que queramos denominar a estas big tech) nos inclinamos a pensarlo como si fuera un fenómeno nuevo, propio de la originalidad de estas nuevas formas corporativas y no como un problema propio del sistema económico que las explican.
Y lo mismo pasa con otras cosas como la denominada «desinformación«. O el efecto cámaras de eco o incluso el mismo rol de un par de privados en la configuración del debate público. Cuando se trata de las big tech, levantamos alertas, reaccionamos, pensamos en sus efectos en lo inmediato. Pero si es el mismo fenómeno es el que se reproduce durante décadas en los medios de comunicación en Chile, nos parece tan novedoso como el calor de Enero.
Es que lo digital en el discurso público tiene un poder brutal para fascinarnos por las cosas nuevas. Cuando algunas cosas revisten forma digital, nos atraen y fascinan, logran hacernos creer que aquello que tenemos enfrente es no sólo distinto a lo conocido sino que una mejor versión de nuestros artefactos del pasado. Cuando son digitales, pareciera que fuesen objetos enviados desde otras galaxias que son imposibles de entender con los métodos tradicionales.
Como explica brillantemente Ethan Zuckerman, nuestra fascinación por ponerle nuevos nombres a viejos problemas nos impide ver el obstáculo real. Mientras nos desconcentramos ante el nuevo grupo de fascistas movilizados online o la influencia de los algoritmos en la toma de ciertas decisiones, dejamos de ver los problemas políticos (no tecnológicos) que explican y dan origen a esos nuevos-viejos asuntos.